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«La verdadera patria del ser humano es la infancia», escribió Rilke. La niña que fui se adentra en este país azul como una delicada flor: requiere agüita, cariño y calor. Mis sentidos son las hojas que absorben y graban cada gesto y olor, cada una de las intenciones y tonos de voz.
Para desarrollarse necesito sentir que el mundo es bueno, un lugar seguro donde crecer. Hace falta un buen nido para sostenerme y llevar a cabo lo que yo traigo a esta existencia. La confianza en mí misma se forja en estos primeros años. Si cuento con la mirada amorosa de mis padres o cuidadores, podré desplegar mi propia capacidad de amar.
El tiempo de construir todos mis órganos físicos es hasta los 7 años. Jugando desarrollo toda mi energía vital. Dejemos mi aprendizaje intelectual para el siguiente septenio.
En este momento, el contacto humano y la naturaleza son lo más importante para mi salud. En mi caso, aún me impregna el aroma de los pinos del Monte Umbe y el aura de misterio del Bilbao donde nací.
Como nada es perfecto, de vez en cuando me transporto con la imaginación a algún episodio de mi infancia para «enmendar» los posibles errores del pasado. Una vez allí lo transformo en lo que me hubiera gustado que fuera, y de esta forma, consuelo a mi niña interior herida. Un autoabrazo imaginario ayuda a deshacer los nudos más arcaicos.
¿Qué queda de esa niña en mí? ¿Qué me pide ahora?